Pidamos, pues, con instantes súplicas al Divino Redentor, esta paz que Él mismo nos trajo.
Que Él borre de los hombres todo lo que pueda poner en peligro esta paz y transforme a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno.
Que Él ilumine con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que junto al bienestar y prosperidad convenientes, procuren también a sus conciudadanos el don magnífico de la paz.
Que Cristo finalmente encienda las voluntades de todos para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la mutua comprensión, en fin, para perdonar los agravios.
Así, bajo su acción y amparo, todos los pueblos se aúnen como hermanos y florezca entre ellos y reine siempre la anhelada paz.
Juan XXIII, Pacem in Terris (encíclica sobre la paz en la tierra), # 171
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